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Fernando Ortega | La bandera es uno de los ejemplos que solemos usar los profesores de Lengua cuando queremos explicar a nuestros alumnos el concepto de símbolo, pues en ella pueden ver con claridad cómo un objeto material (en este caso un trozo de tela, con unos determinados colores), al que llamamos significante, es capaz de hacer referencia a un significado, asociado a una realidad concreta: un país, una región, un equipo de fútbol… y también a los sentimientos que estos despiertan en nosotros. Algo realmente importante, teniendo en cuenta eso que afirman los antropólogos de que los homo sapiens somos, ante todo, “animales simbólicos”, ya que nuestra vida se constituye en torno a todo tipo de sistemas, formados por estos signos.

El uso de banderas y pendones arranca desde muy antiguo, pues siempre ha sido un elemento que ha cumplido muy bien esta función simbólica entre los grupos humanos. De hecho, no hay pueblo, región, país e incluso continente (en el caso de Europa) que no tenga su bandera, si bien es cierto que no todas provocan las mismas reacciones sentimentales entre las personas a las que representan.
España, una de las naciones-estado más antiguas de Europa, institucionalizó su bandera en el siglo XVIII, bajo el reinado de Carlos III, quien decidió renovar la que se usaba en nuestros barcos (blanca, con el escudo de armas de la Casa Real de los Borbones), pues no se distinguía bien desde lejos. Fue así como nació nuestra bandera actual de tres franjas horizontales, dos rojas en los extremos y una amarilla en el centro, que, con el tiempo, pasó de ser una bandera de la marina, a convertirse en la representación oficial del país.

Se trata, pues, de una bandera de clara raigambre monárquica y borbónica, lo que no fue impedimento para que se mantuviera vigente durante la I República (1873-1874). En 1931, en cambio, cuando se proclamó la II República, los nuevos dirigentes del país optaron por convertir en oficial la bandera que los opositores a la monarquía habían diseñado, incluyendo una franja de color violeta, y que se convertiría así en la bandera oficial de la España republicana.
Siempre sentí simpatía por esta bandera, debido a lo que aquella II República representó de intento de modernizar un país hundido en un doloroso atraso económico, social, educativo, cultural y moral con respecto a otros de su entorno europeo. Desgraciadamente, aquel ilusionante proyecto, fracasó de forma estrepitosa y muy dolorosa.  Y lo hizo no solo por culpa de los ya conocidos y muy recordados factores externos (la oposición de las clases más pudientes y ciertos sectores del ejército y el clero, que no querían perder sus privilegios, y que organizaron un funesto golpe de estado), sino también por sus propios enemigos internos, especialmente los nacionalismos periféricos, que en realidad a lo que aspiraban era a conseguir la independencia de sus respectivos territorios, y de muchos anarquistas, socialistas y comunistas, que no creían en absoluto en la democracia parlamentaria, que ellos consideraban “burguesa”, y soñaban con trasladar a España el modelo soviético de Stalin, para convertirla en un satélite más de la URSS, situado en el extremo más occidental de Europa.
La exhibición de esa bandera republicana, hoy, implica la reivindicación de sustituir la actual Monarquía Parlamentaria por la III República Española, aspiración completamente legítima y que comparten muchísimas personas. De hecho, podemos verla en encuentros sociales de todo tipo, desde manifestaciones sindicales, a mítines de partidos políticos, partidos de fútbol o cabalgatas del orgullo gay.

Al parecer, en un despacho de nuestro Ayuntamiento está colgada una bandera republicana. Como comprenderán, en este caso, el asunto cambia de forma radical. Una concejalía es un cargo público y un Ayuntamiento es la casa de todos los ciudadanos. De momento, la mejor forma que hemos encontrado para ponernos de acuerdo las personas que pertenecemos a una comunidad, por muy dispares que sean nuestras ideas, es respetar las leyes que amparan el Estado de Derecho.
Según esas leyes, la única bandera que representa a nuestro país es la llamada rojigualda, con el escudo constitucional, esa que tanto nos está costando a los españoles exhibir sin complejos, gracias en gran medida a los éxitos de nuestros deportistas.

Hay otras muchas banderas no reconocidas por la Constitución de 1978, que representan ideas que sus defensores pueden llevar a las urnas: la catalana independentista, la carlista, la franquista… Cada uno puede usarlas a su gusto y mostrarlas donde y cuando crea conveniente.
Ahora bien, en los edificios públicos, solo deben ondear las banderas que estén legalmente reconocidas. Colgar una bandera republicana en el despacho de un Ayuntamiento, además de ser una ilegalidad, es un error, pues se está confundiendo la casa de todos, que es el Ayuntamiento, con la casa propia o con la sede del partido al que se pertenece. 

Por otro lado, el hecho supone un contrasentido, pues se supone que la persona que lo hace está manifestando su deseo de que caiga un régimen (la Monarquía Parlamentaria), consagrado en la Constitución de 1978, que, entre otras cosas, le ha permitido ostentar esa concejalía, e incluso formar parte de un gobierno municipal, habiéndose quedado, por cierto, bastante lejos de ganar unas elecciones.

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