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Fernando Ortega |A pesar del tono inconfundiblemente shakesperiano del  título de este artículo, no voy a empezar el año teorizando sobre el sentido de la existencia humana, algo que tanto atormentaba al príncipe Hamlet. Descenderé varios peldaños en la escala de la trascendencia para reflexionar sobre algo más cercano, que nunca he entendido y que percibo constantemente a mi alrededor: la obsesión por primar el SER de las personas por encima de su HACER, es decir, valorar lo que alguien es, o se dice que es, por encima de lo que hace, o deja de hacer.

Es una cuestión que viene de lejos, y que, en nuestro país, tuvo su máximo exponente en la época de la Contrarreforma, cuando tan importante resultaba dejar bien claro ante los demás lo que uno era, y, sobre todo, lo que NO era, para escapar de la amenaza de los Tribunales de la Inquisición.

Esta idea acabó por constituirse en la piedra angular de los nacionalismos, que vivieron su eclosión en la Europa del siglo XIX, de la mano del Romanticismo, destacando el protagonismo de Alemania. En España, la fiebre nacionalista encontró fácil acomodo, sobre todo en las regiones donde florecía la burguesía industrial (Cataluña y Vascongadas) y, en menor medida, en otras como Galicia o Andalucía.

Sería demasiado largo y quedaría fuera de lugar extenderse contando cómo se fraguaron y se extendieron los distintos nacionalismos. En este artículo, solo me interesa detenerme en aquello que se sitúa en la base del entramado teórico de todos ellos: la cuestión de la identidad. En efecto, el nacionalismo se fundamenta en la exaltación del SER, es decir, en la pertenencia del individuo a un grupo y en su subordinación a él: lo importante no es la persona, sino el “pueblo”. Lo esencial para un nacionalista es el ser: ser vasco, ser catalán, ser español, porque eso los diferencia de los que no lo son. Afirmación y negación van de la mano, y conducen, inevitablemente, a la confrontación con “los otros”.

Estos planteamientos, lógicamente, están siempre a pique de radicalizarse y caer en horrendas aberraciones, como las que concibió el padre del nacionalismo vasco, Sabino Arana, y que, inexplicablemente, aún siguen siendo doctrina oficial para el Partido Nacionalista Vasco, tras tanta barbarie ocasionada; o las puestas en práctica por Hitler tras su ascenso al poder en Alemania, que prefiero ni recordar.

Tras la recuperación de  la democracia en España, en lugar de restablecerse la racionalidad ilustrada y olvidarse estos planteamientos excluyentes y oscuros, que tanto impulsó el franquismo, ocurrió justamente todo lo contrario: fueron precisamente los llamados “nacionalismos periféricos” los que marcaron tendencia, y todo el mundo quiso subirse al carro de su liturgia, ondeando bien alto la bandera del ser: ser andaluz, ser asturiano, ser católico, ser feminista, ser de izquierdas, ser de derechas…  Ser lo que sea, pero a ultranza, con un convencimiento absoluto, sin fisuras, sin autocrítica.  En lugar de repudiar el desatino, nos hemos afanado en imitarlo, habiéndose incorporado esta obsesión al incomprensible bagaje ideológico de lo políticamente correcto. De esta forma, una idea profundamente reaccionaria pasa por ser hasta progresista, mientras que el hermoso adjetivo “librepensador”, forjado en la Francia ilustrada del siglo XVIII, queda relegado al olvido, encogido y asustado ante la fiereza de las identidades.

Pondré solo un ejemplo: en las directrices y orientaciones generales para la Prueba de Acceso a la Universidad en Andalucía, en la materia de Lengua Castellana y Literatura, aparece como lectura recomendada una antología de textos de poetas andaluces de la Generación del 27. Andalucía, que siempre se enorgulleció de ser crisol de culturas y tierra de mestizaje, condena al olvido, por ejemplo, al gran poeta del amor de este grupo, Pedro Salinas, por habérsele ocurrido nacer en Madrid. Ni siquiera el haber ejercido como catedrático en la Universidad de Sevilla lo absuelve de tal torpeza. Estoy seguro de que sus compañeros de generación nacidos en Andalucía -García Lorca, Cernuda, Alberti, Vicente Aleixandre, Prados, Altolaguirre-,  se llevaría las manos a la cabeza ante tal dislate.

A mí, me sigue importando mucho más lo que las personas hacen que aquello que dicen que son. Una traición solo me merece desprecio, y me da igual que la cometa un andaluz que un vasco. Admiro una muestra de amor al prójimo, sin importarme si la hace un católico o un ateo y disfruto de un buen poema, independientemente de cuál fuera la cuna de su autor. “Por sus frutos los conoceréis”, es, para mí, una de las más atinadas sentencias que pueden leerse en La Biblia (Mateo, 7, 16); por su parte, Marx y Engels sabían muy bien que las fronteras en nada beneficiaban a la lucha obrera y de ahí su famosa proclama universalista: “Trabajadores del mundo, ¡uníos!”.

Por todo ello, adivinarán cuál es mi opinión sobre la decisión del equipo de gobierno de nuestro Ayuntamiento de rebautizar a la Delegación de Cultura, añadiéndole el apéndice de la “Identidad”. Supongo que ello quiere decir que algunos euros de su partida presupuestaria irán destinados a defender y fomentar lo que se supone que somos. Lo que no sé es si sus responsables estarán pensando en la identidad pileña, sevillana, andaluza, española o europea. En cualquier caso, yo sigo prefiriendo el concepto de cultura universalista y cosmopolita de la Ilustración al limitador afán identitario.  Lo mismo me da disfrutar de una obra de arte realizada por un pileño que por un australiano, o un swuahili.  Creo que lo importante es el trabajo bien hecho, sin que importe el carnet de identidad de quien lo hace.

Feliz año para todos los ciudadanos del mundo.
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