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Rocío Gómez | Es ciertamente difícil educar a un hijo en valores de civismo y respeto por los espacios públicos y la naturaleza en nuestra tierra. Te esmeras por explicarle que lo razonable es tirar el envoltorio del helado en la papelera y no olvidarlo en el suelo del parque infantil; que no es apropiado dejar en la arena de la playa ningún rastro de merienda porque lo que se queda en la orilla lo engulle la marea y acaba en el estómago de los delfines y la ballena orca, que terminan malheridos o muriendo. Que las calles, aceras y plazas son de todos y hay que mantenerlas limpias de embalajes de chuches; que lo que se tira por la ventanilla del coche puede provocar incendios, como los que hemos visto demasiadas veces este verano en la tele; que las bolsas de basura tienen que ir a los compactadores o contenedores, y cada envase en su sitio; que los perritos no pueden ir haciendo sus cosas al libre albedrío porque después las pisamos y es una cochinada… Te entregas a esta labor para que tu hijo sea una persona civilizada, respetuosa y educada, un año y otro, una estación tras otra, aquí y allá, y observas que muchas veces te lo ponen verdaderamente difícil.

Al principio del periodo estival, de hecho, comenzó a resultarme especialmente complicado mantener este hilo argumental ante Fernando, mi niño, de cuatro años y medio. La puesta de sol en la orilla de Matalascañas parece cada tarde un brillante campo de minas que absorbe en botellas, envases y bolsas los últimos rayos del astro rey. Y menos reflectantes, aunque más repugnantes para el tacto de los pies, son los restos de pipas, colillas y otras materias orgánicas que han dejado “olvidadas” los vecinos de sombrillas aledañas y que habrá que sortear en zapatillas para llegar ileso al paseo marítimo.

Con suerte, en el pequeño tramo de ese paseo hasta el pasillo de acceso a la urbanización, no encontraremos mucha suciedad, aunque el pasillo se resiste a  mejorar la situación que ya lucía en los últimos años, lo que obliga a cogerse de la mano de mamá y andar con pies de plomo (literal), la arena acumulada en unas baldosas inapropiadas pueden provocar un resbalón, del que mi sobrina Cecilia aún conserva dolorosa memoria. Mientras tanto, mejor mantener distraído a Fernando para que no mire a la derecha, una parcela que debe tener dueño aunque esté abandonada, de arena rojiza sin urbanizar ni tapiar, que acoge un parking que, de ninguna de las maneras puede ser legal.

Ya arriba, en la urbanización, nos saluda un compactador de basura, maloliente, vacío por dentro y colmado de restos de poda, mobiliario ochentero y bolsas, muchas bolsas apestosas por fuera. Parece que los veraneantes y vecinos no nos tomamos la molestia de intentar abrirlo para echar la bolsita ni tampoco nos hemos enterado aún de que hay un punto limpio a unos centenares de metros más arriba de nuestras casas. Y aún queda el último trecho, con más suciedad por la calle y los pobres parterres de flores que cuida el abuelo Fernando y el “padrino viejo” Cristóbal, maltratados, cobijo de botellas, excrementos de animales, pañales sucios y otros desperdicios. 

Ante semejante panorama, que refleja un trayecto de apenas doscientos pasos, ya me dirán cómo continuaba defendiendo ante Fernando que hay que respetar el espacio público y hay que ser un buen ciudadano, cuidadoso y limpio… Así que se me ocurrió jugar a una “gymkhana de la suciedad”, un juego en el que tenemos que señalar las evidencias nuevas del mal hacer de los “guarrinos y guarrinas”, calificativo que hace reír a mi hijo y que alude a una especie en claro peligro de proliferación que no solo ensucia la playa, también actúa de forma incívica en ciudades, monumentos, carreteras y hasta en el medio natural. Lo hemos visto en los últimos días en el trayecto de quince kilómetros que une El Rocío con Almonte con motivo del Traslado de la Virgen (¡cuánto cuesta guardarse la botella de agua vacía en la mochila!) y también en las cunetas de entrada a Pilas, por poner dos ejemplos cercanos de los pueblos donde vivo.

A ellos quería dedicar hoy este artículo, a quienes creen tener todo el derecho del mundo a ensuciar, destrozar y maltratar los espacios públicos porque las administraciones están ahí para limpiarlos, adecentarlos y repararlos. Muchos estaréis pensando que las administraciones están obligadas a velar por estos espacios, estoy de acuerdo, y que en algunos casos muestran una gran falta de celo y dejadez en la conservación del viario y otros servicios públicos –en este artículo he dejado constancia de algunas y seguramente otro día saldrán más-. Pero nosotros, los usuarios de playas, zonas verdes, calles y plazas, también tenemos nuestra porción de responsabilidad, que no es pequeña. Cientos, miles, millones de “guarrinos y guarrinas” pueblan, pululan o visitan nuestra playa, localidades, caminos y maravillosos enclaves naturales, contribuyendo a que esta tierra sea un auténtico paraíso para la porquería, un lugar en demasiadas ocasiones sucio, inhóspito y poco atractivo, donde es difícil no caer en la inercia de ensuciar más y más.

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