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Al
principio del periodo estival, de hecho, comenzó a resultarme especialmente
complicado mantener este hilo argumental ante Fernando, mi niño, de cuatro años
y medio. La puesta de sol en la orilla de Matalascañas parece cada tarde un brillante
campo de minas que absorbe en botellas, envases y bolsas los últimos rayos del
astro rey. Y menos reflectantes, aunque más repugnantes para el tacto de los pies, son los
restos de pipas, colillas y otras materias orgánicas que han dejado “olvidadas”
los vecinos de sombrillas aledañas y que habrá que sortear en zapatillas para
llegar ileso al paseo marítimo.
Con
suerte, en el pequeño tramo de ese paseo hasta el pasillo de acceso a la
urbanización, no encontraremos mucha suciedad, aunque el pasillo se resiste
a mejorar la situación que ya lucía en los
últimos años, lo que obliga a cogerse de la mano de mamá y andar con pies de
plomo (literal), la arena acumulada en unas baldosas inapropiadas pueden provocar
un resbalón, del que mi sobrina Cecilia aún conserva dolorosa memoria. Mientras
tanto, mejor mantener distraído a Fernando para que no mire a la derecha, una
parcela que debe tener dueño aunque esté abandonada, de arena rojiza sin
urbanizar ni tapiar, que acoge un parking que, de ninguna de las maneras puede
ser legal.
Ya
arriba, en la urbanización, nos saluda un compactador de basura, maloliente, vacío
por dentro y colmado de restos de poda, mobiliario ochentero y bolsas, muchas
bolsas apestosas por fuera. Parece que los veraneantes y vecinos no nos tomamos
la molestia de intentar abrirlo para echar la bolsita ni tampoco nos hemos enterado
aún de que hay un punto limpio a unos centenares de metros más arriba de nuestras
casas. Y aún queda el último trecho, con más suciedad por la calle y los pobres
parterres de flores que cuida el abuelo Fernando y el “padrino viejo” Cristóbal,
maltratados, cobijo de botellas, excrementos de animales, pañales sucios y
otros desperdicios.
Ante
semejante panorama, que refleja un trayecto de apenas doscientos pasos, ya me
dirán cómo continuaba defendiendo ante Fernando que hay que respetar el espacio
público y hay que ser un buen ciudadano, cuidadoso y limpio… Así que se me
ocurrió jugar a una “gymkhana de la suciedad”, un juego en el que tenemos que
señalar las evidencias nuevas del mal hacer de los “guarrinos y guarrinas”, calificativo
que hace reír a mi hijo y que alude a una especie en claro peligro de
proliferación que no solo ensucia la playa, también actúa de forma incívica en
ciudades, monumentos, carreteras y hasta en el medio natural. Lo hemos visto en
los últimos días en el trayecto de quince kilómetros que une El Rocío con
Almonte con motivo del Traslado de la
Virgen (¡cuánto cuesta guardarse la botella de agua vacía en
la mochila!) y también en las cunetas de entrada a Pilas, por poner dos
ejemplos cercanos de los pueblos donde vivo.